Posdata

Los caprichos del tiempo
Literatura y otros demonios
Los caprichos del tiempo

No había reparado en él hasta que llegó al mostrador. La fila avanzaba cansina y mi mente no dejaba de dar vueltas alrededor de los más variopintos temas. Mi novia, cada día más distante; el reciente divorcio de mis padres, a la greña y extraños como si jamás se hubiesen querido; y el comienzo en unas semanas de mis estudios universitarios, la ocupaban por completo.

El motivo de mi visita a la oficina de correos era precisamente ese: remitir la documentación que, a juicio de la facultad, faltaba para cumplimentar mi matrícula. Iba a ser médico. Cirujano, concretamente. No había sido mi primera opción, ni siquiera la segunda. Lo cierto es que nunca quise ser médico; quería ser filósofo. Suena raro, lo sé, pero pensar, conjeturar, analizar la vida y a los seres vivientes, tratar de comprender y explicarlo todo era mi verdadera vocación. «Vocación», una palabra que durante algún tiempo solo yo parecía comprender.

Todo el mundo pareció confabularse contra mí y contra mi «vocación». Durante un tiempo parecía como si su significado se pervirtiera si hacía referencia a cualquiera de los campos del saber, al parecer, universalmente considerados como menores. La cuestión es que, en parte por las presiones y en parte por la vanidad alimentada en forma de halagos hacia mi inteligencia y capacidad por parte de profesores, amigos y familia, claudiqué. Me dejé convencer y acabé cambiando a Sócrates por Hipócrates.

Pero volviendo al principio, como decía, no reparé en la persona que me precedía en la fila hasta que no alcanzó el mostrador y entregó su envío para certificarlo. Estoy tentado de calificarlo como un viejo, pero no sería justo ni correcto. Avejentado tal vez se ajuste más a la realidad. Un rostro castigado en exceso por el paso del tiempo, me recordó al de los agricultores cuya piel se asemeja a la tierra que trabajan por su continua exposición al sol. Su cabello desgreñado y una ropa raída y grande, completaban un cuadro realmente peculiar.

No pude evitar una punzada de lástima cuando el empleado le comunicó que le faltaban unas monedas para completar el pago de su envío, un llamativo sobre verde. Dudé unos instantes y deposité en el mostrador las monedas que le faltaban. No pareció darse por enterado, pero cuando recogió el recibo  y abandonó el mostrador, se giró hacia mí y sonrió. Susurró un «gracias» apenas audible y desapareció entre el gentío que abarrotaba la oficina.

El empleado tuvo que llamar mi atención en un par de ocasiones ante mi distracción. El rostro del prematuro anciano, incluso su voz, me resultaban conocidos sin poder ubicarlos en ningún lugar ni circunstancia concreta, pero sentía haberlo visto antes y no de manera tangencial. Me disculpé con el paciente empleado y certifiqué mi envío.

Durante los siguientes días todo transcurrió con normalidad. Mi novia y yo lo dejamos. Ella lo (me) dejó y mis padres continuaron comportándose como dos niños malcriados, cada uno centro de su universo, sin importarles lo más mínimo nada ni nadie. Cada día revisaba el buzón en busca de la confirmación física de mi flamante matrícula en una de las más prestigiosas facultades de medicina del país. Un día, recuerdo que era sábado, abrí el buzón y me encontré con un sobre ajado, amarillento por los bordes y de aspecto frágil. De color indefinido por la degradación del sobre, se podía intuir que en algún momento había sido verde.

Lo abrí allí mismo. Me costó entender lo que decía. No tanto la letra como el mensaje. Sin duda iba dirigida a mí, pero… Describía con detalle al hombre que me había precedido en la fila de correos días atrás. Lo hacía tal y como yo lo había hecho en mi cabeza aquel día. Palabra por palabra, detalle por detalle. Intrigado y un tanto asustado, continué leyendo. ¿Cómo podía ser? El papel apenas aguantaba sin romperse por las dobleces. Continuaba relatando punto por punto la escena del envío, me agradecía de nuevo las monedas que habían hecho posible que recibiera la carta e incluso se permitía algún chascarrillo sobre la  persona a la que me recordaba. Finalmente, se despedía con amabilidad y me deseaba lo mejor. Cuando llegué al final, la carta se me cayó al suelo. Mi nombre y mi firma ponían fin a la misma. Saludé a un par de vecinos con ganas de conversación, recogí la carta del suelo y subí a casa en el ascensor. Debajo de mi firma, una posdata daba continuidad al texto.

PD: Vive tu vida. Persigue tus sueños, no los de los demás. Eso solo te producirá amargura y te impedirá ser quien estás destinado a ser.

Pasé el resto del fin de semana en un estado de agitación desconocido hasta entonces, deseando que llegara el lunes. Releí la carta innumerables veces tratando de encontrar un significado distinto al único y absurdo que era capaz de vislumbrar. Cuando por fin las primeras luces del lunes iluminaron mi habitación, me levanté e hice tiempo hasta las nueve de la mañana. Salí de casa y cogí el autobús con intención de regresar a la oficina de correos, decidido a revocar la matrícula. Cuando el conductor me gritó que estaba en la última parada y me tenía que bajar si no quería pagar otro billete, me quedé paralizado. No comprendía nada. De repente comencé a entenderlo todo. 

Edificios de gran tamaño salpicaban un paisaje todavía dominado por la desolación del campo abierto. Bajé del autobús aturdido y pregunté a un par de personas que mostraron su extrañeza por mi pregunta. Apenas existían en el barrio servicios esenciales como para pensar en una oficina de correos, me dijeron indignados. Miré a mi alrededor y decidí regresar a casa justo cuando el autobús arrancaba, dejándome en tierra.

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