Tenía tanto miedo que tardé varios días en contarlo en mi casa. Tantos que una nueva partida de cartas de mi madre, con sus compañeras de catequesis en la parroquia, me dejó de nuevo a solas con él. Pensé en aprovechar el momento y decírselo, pero no me atreví. Por fin, un día a la vuelta del instituto, lo hice. Dos bofetadas estallaron en mi cara, una por progenitor.
Sola, muerta de frío y con una pequeña maleta, me vi en la calle. Y con un billete de mil pesetas escupido con la misma rabia que sus últimas palabras. «No vuelvas por esta casa, puta. Para nosotros has muerto». Busqué aturdida y muerta de miedo la pensión más barata del barrio chino y alquilé una habitación interior. Los días fueron pasando y el dinero se acabó.
La casera me ofreció una solución. Yo apenas tenía quince años recién cumplidos. Un producto que no abundaba en el mercado de la carne. Le pagaría un fijo semanal y un tanto por servicio. Si todo iba como esperaba, dijo, podía ser el comienzo de una gran amistad. En aquel momento la frase no significaba nada para mí. Pronto descubrí que los peores eran aquellos que se creían mejores que los demás porque no me pegaban.
A medida que mi embarazo se iba haciendo más ostensible, mi clientela fue cambiando, así como sus perversiones. La misma tarde que alumbré a mi hijo, pocas horas antes, había roto aguas encima del último cliente. Aún puedo ver la excitación en sus ojos. Con la ayuda de la casera, di a luz a mi hijo en la misma cama donde cada día trataba de sobrevivir. Recuerdo su llanto y mi agotamiento.
Pasaban los días. Mi hijo, aún sin nombre, absorbía toda mi energía y mi tiempo. Un tiempo que necesitaba para hacer un trabajo que mis condiciones físicas todavía no me permitían. La casera me hizo una oferta. Me lo pensé un par de días y acepté. Tres semanas después de su nacimiento le vi por última vez. Nunca sabrá quién fue su madre ni la mancha de su origen. Así, tal vez, nunca maldiga el día en que nació.
Al día siguiente de separarme de él, fui hasta la iglesia de San José y Santa Mónica y esperé la salida del grupo de catequesis de mi madre. Quería hablar con ella y decírselo. Sin acritud, sin odio, sin tan siquiera resentimiento. Pero no lo hice. «Lo haré mañana», me he dicho casi a diario durante un año. Mi hijo habrá comenzado a caminar. Juro que lo haré mañana. Mañana le diré que es la abuela del hijo de mi padre.