Alas rotas

Alas rotas
Literatura y otros demonios
Alas rotas

El sonido de su cuerpo al reventar contra el asfalto a punto estuvo de hacerle pensar que aquello tampoco lo iba a conseguir. Algo tan sencillo como poner fin, al fin, a una vida que muchos años atrás había dejado de interesarle. Pero no. Por fortuna para él, fue lo último que escuchó en su vida. La habitación más alta del hotel más caro que se pudo permitir, había sido testigo de sus horas más bajas. Al menos de las últimas. Una especie demasiado abundante en su vida.

Minutos antes había sonreído al pensarlo. ¿Era compatible sonreír con la determinación de morir aquella misma tarde? Había decidido que sí. Precisamente por eso llevaba casi un día entero sobrio, para ser consciente de ello cuando llegara el momento. No podía decir lo mismo de un solo día en los últimos veinticinco años.

Apenas unos días atrás acababa de perder el empleo, último clavo ardiendo al que se aferraba con la fe del converso que no era. Demasiadas ausencias sin justificar, demasiados errores, amigos cansados de cubrirle y un nuevo jefe llegado de otra delegación, habían dado con sus huesos en la fila del paro. De este modo, lo único que quedaba en la columna del haber en el balance de su vida, se había esfumado como todo lo demás.

Se lo había advertido su esposa poco antes de que su matrimonio estallase por los aires, algo que ocurrió mucho más tarde de lo que cualquiera de quienes le rodeaban había augurado. Podía soportar a otras mujeres, pero no toleraría que el futuro de sus hijos lo engullera una tragaperras ni una nariz cada día más insaciable, borracheras al margen. Lo conocía desde la universidad, cuando su rebeldía y chulería la excitaban de un modo en el que hoy no se reconocía.

El juego había sido la última de sus múltiples adicciones y la causa de su expulsión de la Facultad de Historia. Una noche, una más de desfase, forzó la puerta de la cafetería y trató de llevarse la máquina arrastras, mientras algunos amigos, su futura esposa entre ellos, le esperaban afuera entre gritos de ánimo.

Había comenzado a meterse cocaína en el instituto. Antes, alcohol, hachís y marihuana rellenaban los vacíos de su vida. Con lo que le daba su abuela y lo que lograba sisarle a su madre en la floristería familiar, las primeras rayas lo ataron de por vida a la dama blanca. Siempre había pensado que solo por eso consiguió llegar a la universidad. La vida sin drogas y alcohol le producía la misma repulsión que algunos recuerdos imposibles de olvidar.

En ese último instante, justo antes de escuchar cómo su cuerpo reventaba como un globo de agua contra el asfalto, la figura del padre Manuel se hizo carne de nuevo en su mente como aquella primera vez, inolvidable como todas las que le siguieron. El despacho del Jefe de Estudios del internado, al fondo del pasillo. El silencio hasta llegar a él. Una mesa llena de cervezas para el único chaval que las merecía. El aturdimiento etílico y un cuerpo fofo y sudoroso aplastando el suyo, mientras lamentaba no estar muerto o, al menos, un poco más borracho.

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